Por Osviel Castro Medel
La Habana, 12 ago (INS).- Sigmund Sobolewski, el prisionero número 88 del campo de concentración de Auschwitz, falleció en Cuba a los 94 años, víctima de un paro cardíaco en Bayamo, lugar con el que mantuvo vínculos constantes.
“A él le encantaba esta ciudad, sobre todo ir al parque y disfrutarlo, cuando tenía sus árboles, visitar sus librerías y sus calles”, dice Cándida Ramona Tamayo Corría, la bayamesa que se convirtió en su esposa desde 1961, según rememora el sitio Cubadebate.
El sobreviviente del Holocausto se radicó definitivamente en la calle Libertad, número 53, del reparto Roberto Reyes, desde 2013, sitio donde quiso vivir los últimos tiempos de su existencia.
Su esposa -nacida en 1929- contó que el 26 de julio pasado, Sobolewski fue internado en el hospital Carlos Manuel de Céspedes, de la capital provincial de Granma, donde fue intervenido quirúrgicamente de una obstrucción intestinal.
“La operación fue un éxito, pero en los chequeos los médicos comprobaron que su corazón no funcionaba bien y luego vinieron otras complicaciones”, dijo la mujer, quien conoció a Sobolewski en La Habana cuando pasaba un curso de costurera.
El 88
“Él trabajaba como traductor en el Ministerio de Industrias, nos conocimos de casualidad y nos casamos a los tres meses, precisamente en Bayamo. Vivimos unidos hasta hoy”, refirió la mujer.
Cuenta que se fueron a vivir a Canadá “a los 11 meses de haber nacido nuestro primer hijo, Simón, y allá permanecimos 57 años”.
En Norteamérica nacerían los otros dos hijos:Emilio Ernesto y Vladimir, quienes hoy tienen 53 y 51 años, respectivamente.
Considerado una personalidad de talla mundial, Sobolewski, de origen polaco, dedicó buena parte de su vida a divulgar por el planeta los horrores del fascismo y a explicar las graves consecuencias de la implementación de filosofías como aquella.
“Nosotros visitamos incontables veces Auschwitz o Torún, el lugar de su nacimiento (11 de mayo de 1923) y otros sitios históricos”, narra ella.
“El 88”, como era conocido mundialmente, fue llevado a Auschwitz el 17 de junio de 1940 y después de vivir un increíble calvario fue trasladado en noviembre de 1944 a Sachsen Hausen, campo en el que estuvo bautizado como el preso 115-318.
“Aquí tengo sus cenizas, serán llevadas a Canadá, tal como fue su última voluntad. Fue un luchador incansable”, expresa Cándida Ramona con aflicción.
A continuación, un resumen de la entrevista que Sobolewski concediera al por entonces estudiante de Comunicación Social Ernesto Morales Licea, para el periódico granmense La Demajagua, en enero de 2003:
“Hace unos días soñó que caminaba sin cabeza. Rodaba perdido por el mundo hasta que cayó en una zanja sin fin y, alterado… despertó.
Tales ensoñaciones acosan su cerebro hace más de 60 años, desde la época tétrica y bestial en que conoció el infierno. “Esas pesadillas comenzaron en el famoso campo de concentración alemán de Auschwitz”, subraya.
Se tapó los ojos
Le surgen seguro de unas escenas estremecedoras que presenció allá durante mucho tiempo: “Cuando los fascistas quemaban los cuerpos de los prisioneros en los crematorios o en aquellas zanjas largas, sólo quedaban entre las cenizas restos de huesos de las caderas y un montón de cráneos ardiendo. Las cabezas de las víctimas siempre demoraban en pulverizarse, por eso los hitlerianos inventaron molinos para triturarlas más rápido”.
Sigmund Sobolewski, una de las primeras personas en entrar en una de aquellas singulares y bárbaras cárceles de los nazis, fue azarosamente, después de unos mil 500 días de calvario, de los pocos en sobrevivir. Soportó castigos corporales inimaginables. Torturas que hoy, a sus 80 años, luego de dos intervenciones quirúrgicas, le impiden escuchar de un oído y mover con facilidad su pierna izquierda.
Sin embargo, los mayores daños del cautiverio horrible recayeron acaso en su cerebro. “De milagro no estoy loco, aunque a veces tengo arranques raros”, sentencia este hombre nacido en Torún, Polonia, el 11 de mayo de 1923.
Él mismo confiesa que tantos episodios de salvajismo y muerte lo dejaron casi sin lágrimas, “con el corazón helado” y el carácter agridulce. “Se habla de las crueldades del fascismo, pero muchos no imaginan las marcas que deja… son eternas”, dice con una mirada plomiza.
Eran las cuatro de la madrugada. Ellos entraron abruptamente a la casa buscando a su padre, dirigente de un sindicato obrero polaco. Asustado, Sigmund se tapó los ojos, que parecían reventársele. Su progenitor no estaba.
“¡Oye, tú, te vas con nosotros!”, le vociferaron entonces los uniformados alemanes, y así fue arrancado para siempre de su hogar. Tenía 17 años. Los había cumplido una semana antes.
“Me llevaron a Auschwitz en tren el 17 de junio de 1940, integré el grupo de los primeros 728 arrestados. Cuando, a las 10:00 de la noche, luego de empujones y ofensas, pisamos aquel terreno húmedo entre pantanos y ríos, solo había 32 presos, procedían de Alemania. Enseguida me tatuaron el antebrazo izquierdo con el 88 (se estira la piel y muestra la vetusta marca), un número que me acompaña hasta hoy”.
Prosigue: “El campo creció rapidísimo; en junio del ’41 habían arribado más siete mil presos y en junio de 1942, más de 70 mil. Tiempo después los tatuajes de los prisioneros tenían ya seis dígitos, parecían murales. Por ejemplo: 193411, eso habla de la impresionante cifra de cautivos”.
“Cada día veía asesinar a cientos y cientos de personas, observaba carros repletos de cadáveres; una vez apilaron en una pared del bloque 14 a una cantidad tal de gente sin vida que la estiba tomó varios metros de altura”.
Era tan cotidiano aquel mar de sangre, que en 1942, ante la dura nueva del fallecimiento de su padre, Sigmund no soltó un mínimo sollozo. “La noticia me la dio un recluso llegado de Nisko, la última ciudad donde vivía, pero no reaccioné, quedé inmóvil… nada más. Ahora, analizando los hechos, me doy cuenta de que mi mente estaba totalmente en las nubes, estaba despersonalizado”.
“Allá observé, desde el principio, las peores cosas. Muchas son indescriptibles. Recuerdo a un judío corpulento llegado a Auschwitz con más de 250 libras. A los tres meses, en el baño, vi a ese propio sujeto con la piel del estómago colgándole hasta las rodillas, algo impresionante, era como si le hubieran hecho un delantal de su propia carne…”.
El exprisionero continúa: “Los tres primeros años fueron los más ásperos, porque después de la victoria soviética en Stalingrado, los hitlerianos aflojaron un poquito la mano con los asesinatos y maltratos; esa derrota los impactó mucho y cambió en algo el espíritu de los prisioneros”.
Cuenta que dentro de las calamidades, tuvo suerte.
“Primero laboré dando pico y pala, más tarde pasé a un almacén y seguidamente a una fábrica de muebles; a esta me llevó su encargado, un prisionero alemán nombrado Arthur Balke. Me oyó hablando su idioma y me puso en aquel trabajo que salvó mi vida. Si llego a seguir en las tareas forzosas del principio, hubiera muerto inevitablemente, como le pasó a muchos allá”.
El prisionero 88, nombre con el que ha recorrido involuntariamente el mundo y penetrado en libros biográficos, reconoce que no hablaba con más de una persona a la vez, quizás por eso hoy es “algo frío”.
“Hasta eso era peligroso, por menos podían fusilarte, enviarte a la cámara de gas, a las inyecciones y terminar en los crematorios. De hecho, miles y miles de seres humanos fueron asesinados en la primera jornada en el campo”, expresa mientras apoya la barbilla en el bastón que siempre lo acompaña.
Plaga de piojos
Recuerda que “de cada tren, el 10 o el 15 por ciento de los presos eran enviados a trabajar al campo. El otro 85 por ciento iba directamente a la muerte. Entre los seleccionados para el más allá estaban mujeres embarazadas, mujeres con niños, hombres mayores de 45 años, personas por debajo de 160 centímetros, inválidos y retrasados mentales”.
Sigmund sufrió en el cautiverio dos castigos inolvidables. Uno por cogerse un pedazo de pan adicional, otro por conseguir unos garbanzos y esconderlos debajo del uniforme de recluso.
“La primera vez me colgaron una hora por los brazos, los ataron por detrás de la espalda y por encima de la cabeza y así me dejaron… Uno se orinaba, defecaba, empezaba a botar saliva, los líquidos de la nariz… una monstruosidad. El otro ‘delito’ me costó 15 palazos tremendos en el cóccix. Todavía en la actualidad mi cuerpo se resiente de esas torturas”.
“Al principio ni nos bañábamos, eso provocó una plaga de piojos y de pulgas enorme, al punto que nos sacaban la sangre del cuerpo y el cráneo, y teníamos muchas enfermedades. Mis últimas jornadas en Auschwitz fueron como bombero y no olvido que una vez llevamos las mangueras para lavar un bloque de gente que habían eliminado. La capa de bichitos resultaba inmensa”.
Para este excepcional testigo, entre los personajes inolvidables dentro del campo estuvieron los mussulmanner. “Ellos quedaban zombis por el hambre, hablaban enredado, como en árabe, de ahí el nombre parecido a musulmanes. Deambulaban de un lugar a otro delirando, los nazis podían abofetearlos, cortarles un dedo y ellos como si nada, perdían la conciencia. Luego, en el famoso proceso de selección, eran enviados a las cámaras de gas”.
Los mayores tormentos en Auschwitz los vivieron las mujeres, con las cuales la crueldad no tuvo parangón, acota Sigmund. “La tasa de mortalidad de ellas fue cuatro veces superior a la de los hombres. Muchas dormían en barracas para caballos y aquellas que por casualidad dieron a luz en el campo sufrieron terriblemente: sus niños terminaron ahogados en agua o ‘vacunados’ con una letal inyección de aire”.
Y concluye: “No concibo cómo aquellas gentes pudieron hacer eso. ¿Estaban locos? Tal vez. Y eran supuestamente cultos, universitarios, finos. ¿Cómo podían ir a misa los domingos, reunirse tranquilamente con sus hijos y mujeres? Simplemente, el fascismo los había convencido de que las demás razas eran subhumanas, cercanas a los animales. Por eso matar a una persona equivalía a matar un insecto. Para el fascismo la vida no tiene precio”.
Sobolewski no terminó sus días de recluso en Auschwitz. En noviembre de 1944 fue trasladado, como bombero, a Sachsen Hausen, campo en el que estuvo bautizado como el preso 115-318.
“Fuimos liberados por tropas aliadas en 1945. Llegamos a Berlín; y de ahí fuimos enviados a Inglaterra. Serví durante años en la Marina del ejército polaco. A muchos de los sobrevivientes de aquellas matanzas nos dieron después la posibilidad de irnos a Australia o a Canadá. Yo me dirigí hacia este último país, donde vivo desde más de 54 años”. INS
cd/aa